Mientras Jaguar, Mercedes, Porsche y Lamborghini fabricaban algunos de sus modelos más legendarios en la Europa de posguerra, lo que le preocupaba al español medio de los años 50 era dar de comer a los suyos y, como mucho, que las monedas del bolsillo le dieran para el tranvía.
A la industria automovilística nacional se le habían pegado las sábanas durante años y cuando por fin despertó en los 60, lo hizo a base de licencias italianas de utilitarios. La televisión trajo la boda de Fabiola, pero también la necesidad imperiosa de comprar a plazos lavadoras, ollas express, pisos y, por supuesto, 'el' coche. Así que las cuatro ruedas seguían siendo todo un lujo. ¿Y los deportivos? Desde luego, no encajaban muy bien con el modesto objetivo de casi todos: trabajar y llevar a la familia de vacaciones.
Y luego estaba el cine, inagotable escaparate de modelos empeñado en asociar el automóvil con el éxito personal. Gracias a él, los españoles de la época comprendieron que un Ferrari era algo bueno, bonito y nada barato; que James Dean era un rebelde sin causa pero con un flamante Mercury del 49 (aunque su favorito era el Porsche 356); que James Bond era el rey de los ligues de casino gracias a los truquitos de su Aston Martin DB5; que para contratar a un pequeño ruiseñor como Joselito era indispensable engominarse